Se levantó despacio para visualizar mejor el vagón, dio dos pasos hacia delante y se plantó mirando con cierto descaro a los ojos de los distintos pasajeros. Un
joven con mochila, cabello graso y rastras, zapatillas de deporte y pantalones
desgastados y rotos, ropa ancha, escuchaba música mediante unos auriculares que
le tapaban totalmente sus orejas, tenía una pose al estilo anuncio de ropa
cara, contoneaba la cabeza a lo que se suponía que era el ritmo musical. Una
mujer embarazada hablaba alegremente mientras gesticulaba sin parar con otra
mujer que parecía algo más joven que ella, a cada dos palabras se tocaba la
prominente pancha que se le había formado, miraba a su interlocutora instándola
a que continuara con terrible atención lo que tenía que decir, mientras la
susodicha interlocutora, de pie delante de ella, arqueaba las cejas para
garantizar su escucha a medida que se tambaleaba al son del movimiento del
tren, no sin denotar cierto esfuerzo por mantener una atención que se parecía a
una sonrisa forzada. Dos asientos vacios y enfrente otros dos, le desconcertaba
la escena, se volvió a sentar, se imaginaba que era un inspector de almas,
observaba cada movimiento y cada gesto, inspeccionaba los ojos de cada pasajero,su contorno, sus rasgos, y emitía juicios de valor para si mismo. Distaba mucho de ser una crítica tal
como él lo veía, una crítica sobre una persona podía ser sobre la ropa, sobre
su pelo, sobre la forma de pronunciar las sílabas tónicas y agudas. El no hacía
críticas, el inspeccionaba almas, veía cada interior, observaba los gestos, las
miradas, el movimiento de los labios, las muñecas y los dedos, como se movían unísonamente
para componer una escena a veces bella, a veces grotesca.
Esa niña que estaba
sentada al lado de su madre jugando, con esos ojos ávidos de conocimiento, con
esa detonación de inteligencia inocente, ingenua sobre el mundo, esa inquietud
y la curiosidad que presentaba con sus trazos, le transportaba a su niñez, se
veía como ella, jugando grácilmente en el campo, naciendo sobre el mundo y
olvidando las malicias que el tiempo le había llevado a probar. Esa pareja de
enamorados, que no paraban de darse achuchones, besos y caricias, mas allá de
lo saludable para el resto de pasajeros, que según su dictamen se conferían en
mirones descarados, que hacían muecas grotescas espiando de reojo cada
movimiento de amor, salivando por esos besos y esas caricias. Maldecía a
aquellos que miraban, como si de un guarda de la escena se tratara imaginaba
que habían muros invisibles que los mirones habían eliminado para observar
lascivamente, entonces se les quedaba mirando retándoles hasta que apartaban la
mirada de los amantes, posiblemente sin ser conscientes de que eran maldecidos
por su atrevimiento aunque eso no le impedía sentirse un héroe salvador del
amor puro. Ese joven que ponía los pies en el asiento contrario, que
descaradamente infringia las normas de civismo, con ese desdén por la
convivencia, le hacía mudarse a su piel invisible de guerrero, blandiendo su
hacha en el aire y abalanzándose una y otra vez sobre él hasta cortarle en
infinitos trozos, mirándole fijamente para que no perdiera detalle de su
intención, abogando por la violencia más directa y cruda frente a un diálogo
que consideraba inexistente.
Se levantó, de nuevo, despacio y se dirigió a la puerta del
vagón, mientras llegaba a la parada lentamente hasta detenerse en el andén. Se
abrieron las puertas, y antes de salir se giró y, recorriendo con la mirada a
todos los pasajeros que podía alcanzar con su vista susurró 'Yo os libero', tras lo cual salió del tren.
Sin parar de andar se dirigió al andén número 9, en el otro extremo de la
estación, donde estaba parado un tren de cercanías con las puertas abiertas.
Lentamente subió al mismo, y, recorriendo con la mirada el vagón todavía vacio,
anunció a voz en grito 'Yo te bendigo'.