"En el momento que nació hasta él mismo se dio cuenta de que la
vida no le era infiel”. Sentado en la terraza del café comenzó a pensar sobre
aquella frase escrita con pintura blanca en el muro que cercaba el descampado
de enfrente. ¿qué significa aquella frase? ¿y qué razón tenía de ser?
Pensó, meditó, alargo su varita mágica, su pluma estilográfica, su
elemento de presdigitador, su arma letal, su látigo, aquel utensilio que escupía
sus pensamientos sobre la hoja blanca, sin más que un leve movimiento de
muñeca. Desgranó, desdibujó la frase, le dio la vuelta, la ensució, la
trastorno y finalmente....al anochecer, con el frescor del rocío, lo vio nítido
y claro.
La vida, la infidelidad de la misma, reside en la propia muerte. Y
recitó, levantándose, con su gabardina a modo de capa, la frase de forma
airada, celebrando que la vida es el significado del destino. Y comprendió que
no tendría otro momento que el mismo que vivía, y que cuando esta (la
vida) le fuera infiel, cuando alargara
su sombra la guadaña para segarle sin aviso su delgado suspiro, su aliento y su
ser, tendría que contarle a la muerte lo que ella nunca podrá tener, contarle
como amañaba las noches jugando con los dados del tiempo, como recitaba en los
balcones de las camas propias, y de las camas ajenas, como despertaba en
cualquier lugar, como saboreaba el viento y olía el agua. Comprendió que la muerte
nunca es infiel pues no tiene con quien, que la muerte es el despojo de la
vida, que llegaría a ella convertido en un erudito del sentir, del amar, de la
experiencia de rumiar cada segundo para vivirlo por tiempo infinito.
Y se puso a bailar, y todo se volvió azul ,rojo, amarillo, y finalmente
negro. Y la maldita muerte, con su maldita guadaña, en ese maldito momento, vino
a visitarle, porque estaba celosa de su vida, porque quería ser dueña de su
aliento, porque cada alma segada le proporcionaba un segundo de vida, un
momento de éxtasis. Y se le quedó mirando, se desafiaron. Él se quitó la
gabardina, alumbrado por una farola, la dejó caer. Ella haciendo valer su
fuerza, agraviando la situación, se elevó y se hizo amante de la negrura y el
espesor, dedicándole una sonrisa hueca.
Entonces, el, con cara de felicidad en éxtasis, de euforia no contenida,
le dijo : “Te gané.”
La Muerte, la niña despreciada, la señora negra, la oscura mujer que
todos temen, la perra celosa del tiempo y del momento, la ladrona de besos y de
experiencias, pensó. Pensó y pensó. Ella ¡la más grande! ¡la que recogía la
mierda que dejaba la otra, la vida! ¿Qué le habían ganado?
Levanto la guadaña, rabiosa por romperle en dos la crisma de su
alma, pero él no estaba, se había ido.
La vida, como jugarreta de niña mimada, se lo había llevado. El sería su
emisario. Su ingeniero. Su mecánico. Su profeta. Ella, la vida, servida de
almas nacidas para sentir, por fin había encontrado su esencia hecha carne y
hueso.