jueves, 26 de abril de 2018

Almas

    Se levantó despacio para visualizar mejor el vagón, dio dos pasos hacia delante y se plantó mirando con cierto descaro a los ojos de los distintos pasajeros. Un joven con mochila, cabello graso y rastras, zapatillas de deporte y pantalones desgastados y rotos, ropa ancha, escuchaba música mediante unos auriculares que le tapaban totalmente sus orejas, tenía una pose al estilo anuncio de ropa cara, contoneaba la cabeza a lo que se suponía que era el ritmo musical. Una mujer embarazada hablaba alegremente mientras gesticulaba sin parar con otra mujer que parecía algo más joven que ella, a cada dos palabras se tocaba la prominente pancha que se le había formado, miraba a su interlocutora instándola a que continuara con terrible atención lo que tenía que decir, mientras la susodicha interlocutora, de pie delante de ella, arqueaba las cejas para garantizar su escucha a medida que se tambaleaba al son del movimiento del tren, no sin denotar cierto esfuerzo por mantener una atención que se parecía a una sonrisa forzada. Dos asientos vacios y enfrente otros dos, le desconcertaba la escena, se volvió a sentar, se imaginaba que era un inspector de almas, observaba cada movimiento y cada gesto, inspeccionaba los ojos de cada pasajero,su contorno, sus rasgos, y emitía juicios de valor para si mismo. Distaba mucho de ser una crítica tal como él lo veía, una crítica sobre una persona podía ser sobre la ropa, sobre su pelo, sobre la forma de pronunciar las sílabas tónicas y agudas. El no hacía críticas, el inspeccionaba almas, veía cada interior, observaba los gestos, las miradas, el movimiento de los labios, las muñecas y los dedos, como se movían unísonamente para componer una escena a veces bella, a veces grotesca. 

    Esa niña que estaba sentada al lado de su madre jugando, con esos ojos ávidos de conocimiento, con esa detonación de inteligencia inocente, ingenua sobre el mundo, esa inquietud y la curiosidad que presentaba con sus trazos, le transportaba a su niñez, se veía como ella, jugando grácilmente en el campo, naciendo sobre el mundo y olvidando las malicias que el tiempo le había llevado a probar. Esa pareja de enamorados, que no paraban de darse achuchones, besos y caricias, mas allá de lo saludable para el resto de pasajeros, que según su dictamen se conferían en mirones descarados, que hacían muecas grotescas espiando de reojo cada movimiento de amor, salivando por esos besos y esas caricias. Maldecía a aquellos que miraban, como si de un guarda de la escena se tratara imaginaba que habían muros invisibles que los mirones habían eliminado para observar lascivamente, entonces se les quedaba mirando retándoles hasta que apartaban la mirada de los amantes, posiblemente sin ser conscientes de que eran maldecidos por su atrevimiento aunque eso no le impedía sentirse un héroe salvador del amor puro. Ese joven que ponía los pies en el asiento contrario, que descaradamente infringia las normas de civismo, con ese desdén por la convivencia, le hacía mudarse a su piel invisible de guerrero, blandiendo su hacha en el aire y abalanzándose una y otra vez sobre él hasta cortarle en infinitos trozos, mirándole fijamente para que no perdiera detalle de su intención, abogando por la violencia más directa y cruda frente a un diálogo que consideraba inexistente.


    Se levantó, de nuevo, despacio y se dirigió a la puerta del vagón, mientras llegaba a la parada lentamente hasta detenerse en el andén. Se abrieron las puertas, y antes de salir se giró y, recorriendo con la mirada a todos los pasajeros que podía alcanzar con su vista susurró  'Yo os libero', tras lo cual salió del tren. Sin parar de andar se dirigió al andén número 9, en el otro extremo de la estación, donde estaba parado un tren de cercanías con las puertas abiertas. Lentamente subió al mismo, y, recorriendo con la mirada el vagón todavía vacio, anunció a voz en grito 'Yo te bendigo'.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Amandio

"En el mundo siempre existen dos tipos de personas, de hecho existen siempre dos de cada cosa". Con ese pensamiento se levantó Amandio, un personaje simple, llano y plano intelectualmente. Alisado con almidón como diría María, su enjuta novia que todavía no entiende por qué sigue yaciendo con él un día cada tres viernes de cada mes, como una tradición que se ha perpetuado desde que en su quinto vigésima cita ella decidiera que debía dar un paso más a su relación. Amandio se sienta en la cama con un procedimiento casi convertido en ritual, mira al suelo y poco a poco durante tres segundos va levantando la mirada hasta la pared pintada de un color verde pistacho que podría sugerir tanto esperanza como desesperación; a su lado, mientras tanto, sigue durmiendo María, siempre de espaldas a Amandio. Lentamente se calza unas pantuflas desgastadas y se levanta con cierta zozobra, basada en el dilema de hacer antes la tostada o el café, decisión al que se enfrenta cada mañana. Una vez se incorpora, con parsimonia, anda hacía la cocina por un pasillo que se le antoja largo y agotador, aunque realmente se encuentra a escasos metros de su lugar de descanso, en el trayecto siempre mira lentamente al comedor, donde entra algún rayo de luz que parece que se ha perdido e incómodamente alumbra al polvo depositado sobre la estancia. Decide, no sin realizar antes los gestos típicos de quién se debate sobre una decisión clave, comenzar haciendo el café. Con su batín abierto, sus pantuflas, su camiseta de tirantes y sus calzones presenta una estampa digna de ser observada como si fuera un ejemplar en peligro de extinción, y así es como lo visualiza María cuando sin aviso previo aparece en la cocina, y sigilosamente se sienta en el taburete que se encuentra debajo de la mesa, desgastada por los años, y más bien mesilla antes que mesa por su tamaño.
- ¿Café? - pregunta María, abrazándose a sí misma mientras cruza las piernas. María no es bella, ni tampoco es fea, ni guapa.
- No, bueno…  no lo sé, pensaba hacer café - responde Amandio con cierta inquietud.
- Bueno, estás haciendo café, podías hacer para los dos - María bosteza con pereza, en un tono sin altibajos, podría decirse que esta carente de emociones.
- Pero puedo hacer tostadas si quieres - el dilema acaba de encontrar otra vez a Amandio.
- Bueno, no sé, has empezado a hacer café.
- Pero puedo cambiar y empezar por las tostadas.
- Como quieras ¿pero vas a hacer café y tostadas, no? - María se inquieta, y el tic nervioso de la pierna derecha acaba de hacer su aparición.
- Sí, claro, pero es importante saber por donde empezar, no quiero que el café se enfríe, sé que te gusta muy caliente, sin embargo me gusta tomarme las tostadas mojándolas en café y no me gusta que se enfríen por que entonces no puedo untar la mantequilla. - el tondo de disconformidad con cualquier decisión acaba de instalarse en la voz de Amandio.
- Podíamos desayunar algo diferente.
- ¿diferente por qué? ¿no te gusta el café y tostadas?
- Amandio, algo diferente, no sé. - El tono de María está muy lejos de ser instigador o desafiante, más bien se presenta como hastiado.
- ¿estás pensando en... dejarme? - Amandio, parado, refleja en su rostro una cara de sorpresa y duda, la mejor que sabe poner, mientras que se quiebra lentamente la voz.

María se levanta del taburete, sin mediar palabra se dirige al baño, la conversación le ha recordado que tiene la vejiga llena. Tras pasar por el aseo, se dirige a la cama, sin mediar palabra y se acuesta.

Un rato después, con los ojos entreabiertos, escucha desde el fondo 'María, he hecho café y tostadas, ¿vienes?'.

viernes, 7 de febrero de 2014

Infidelidad.


"En el momento que nació hasta él mismo se dio cuenta de que la vida no le era infiel”. Sentado en la terraza del café comenzó a pensar sobre aquella frase escrita con pintura blanca en el muro que cercaba el descampado de enfrente. ¿qué significa aquella frase? ¿y qué razón tenía de ser?

Pensó, meditó, alargo su varita mágica, su pluma estilográfica, su elemento de presdigitador, su arma letal, su látigo, aquel utensilio que escupía sus pensamientos sobre la hoja blanca, sin más que un leve movimiento de muñeca. Desgranó, desdibujó la frase, le dio la vuelta, la ensució, la trastorno y finalmente....al anochecer, con el frescor del rocío, lo vio nítido y claro.

La vida, la infidelidad de la misma, reside en la propia muerte. Y recitó, levantándose, con su gabardina a modo de capa, la frase de forma airada, celebrando que la vida es el significado del destino. Y comprendió que no tendría otro momento que el mismo que vivía, y que cuando esta (la vida)  le fuera infiel, cuando alargara su sombra la guadaña para segarle sin aviso su delgado suspiro, su aliento y su ser, tendría que contarle a la muerte lo que ella nunca podrá tener, contarle como amañaba las noches jugando con los dados del tiempo, como recitaba en los balcones de las camas propias, y de las camas ajenas, como despertaba en cualquier lugar, como saboreaba el viento y olía el agua. Comprendió que la muerte nunca es infiel pues no tiene con quien, que la muerte es el despojo de la vida, que llegaría a ella convertido en un erudito del sentir, del amar, de la experiencia de rumiar cada segundo para vivirlo por tiempo infinito.

Y se puso a bailar, y todo se volvió azul ,rojo, amarillo, y finalmente negro. Y la maldita muerte, con su maldita guadaña, en ese maldito momento, vino a visitarle, porque estaba celosa de su vida, porque quería ser dueña de su aliento, porque cada alma segada le proporcionaba un segundo de vida, un momento de éxtasis. Y se le quedó mirando, se desafiaron. Él se quitó la gabardina, alumbrado por una farola, la dejó caer. Ella haciendo valer su fuerza, agraviando la situación, se elevó y se hizo amante de la negrura y el espesor, dedicándole una sonrisa hueca.

Entonces, el, con cara de felicidad en éxtasis, de euforia no contenida, le dijo : “Te gané.”

La Muerte, la niña despreciada, la señora negra, la oscura mujer que todos temen, la perra celosa del tiempo y del momento, la ladrona de besos y de experiencias, pensó. Pensó y pensó. Ella ¡la más grande! ¡la que recogía la mierda que dejaba la otra, la vida! ¿Qué le habían ganado?

Levanto la guadaña, rabiosa por romperle en dos la crisma de su alma,  pero él no estaba, se había ido. La vida, como jugarreta de niña mimada, se lo había llevado. El sería su emisario. Su ingeniero. Su mecánico. Su profeta. Ella, la vida, servida de almas nacidas para sentir, por fin había encontrado su esencia hecha carne y hueso.

lunes, 16 de abril de 2012

Halcón Peregrino.

Era el momento más gélido de la mañana, un viento fuerte arreciaba en la azotea en la que se encontraba Manuel , al borde de su abismo personal. Tranquilamente se acercó hacía el murete que le separaba de una caída de Díez pisos. Miró a su alrededor, contemplando como se alargaba el día nublado ante la insistencia de las antenas parabólicas del resto de edificios de rascar el cielo. Le hacía gracia ver aquellas varas de metal alargarse como patas de arañas hacia el cielo buscando rasgar esas nubes densas que se cernían hoy sobre la ciudad. El viento le devolvió a la realidad. Debido a que hacía un día duro llevaba puesta una gabardina color caqui y debajo de la misma vestía de manera informal, zapatillas, suéter de lana rojo y unos vaqueros algo desgastados  por el paso del tiempo. Se vació los bolsillos de la gabardina y de los vaqueros, depositando en el suelo unas cuantas monedas y algunos tickets que se llevó rápidamente el viento. Sin embargo no hizo lo mismo con el teléfono móvil, lo miro y decidió guardarlo de nuevo en el bolsillo de su pantalón. Quedaba lejos el traje, la corbata, los zapatos lustrosos y su aire de grandeza. Aunque eso último no había cambiado, todavía mantenía deseos de grandeza que con el tiempo había aprendido a transformar en otros sentimientos algo más nobles

Lentamente subió a uno de los pilares que sostenían el murete, acercándose con peligro a una caída que era mortal por necesidad, "Ni un milagro me salvaría". Empezó por sentarse sobre el mismo, con los pies hacia la azotea, lentamente, con movimiento muy calculados fue girándose poco a poco, hasta que había dado una vuelta completa. Ahora se encontraba contemplando una caída a una calle muy transitada. "Ciertamente nadie se da ni cuenta, y eso que en las películas siempre hay alguien que mira hacia arriba" melancólicamente sus pensamientos divagaban entre la tristeza de sentirse ignorado y el pesar de querer ser descubierto por alguien, para que alguien reparara en su situación. De repente fue consciente de esta necesidad que le había acompañado toda una vida, siempre quería que alguien le observara, que alguien diera cuenta de lo que él hacía, como si nunca hubiera superado esa fase de la infancia donde llamaba la atención continua de sus padres, y  aún quería seguir llamando la atención.
Se dispuso lentamente a vaciar su mente de todo lo que no fuera necesario. Su objetivo, su fin último, su deseo era mucho más fuerte que aquel mundanal ruido que no hacía de su vida más que una rutina sin placer alguno. Trabajo, amigos, relaciones, sexo, melancolía, pesar, risas, lloros. Todo acudía a su mente sin que el lo estuviera requiriendo. "Como cuando pasa tu vida por delante, como en las películas", ese pensamiento le levanto una leve sonrisa, al darse cuenta de la irónico de su situación. Inspiró fuertemente, expiró todo el aire, encorvándose hasta que ya no pudo más. Puso sus manos en los bordes delanteros del pilar, dónde colgaban sus piernas,  tensó los músculos, se inclinó levemente, cerró los ojos.  Sintió como el aire le agitaba el cabello, como se abría la gabardina y como se creaba una sensación de vació en el estómago. Sentía como caía sin más.

En ese mismo instante se oyó una puerta metálica detrás suyo, acompañado de un grito apagándose detrás de él "¡MANUEL! ¡NO!". Demasiado tarde para rectificar, demasiado tarde para pensar, demasiado tarde para sentir como ganaba su deseo de ser encontrado, de ser  algo para alguien. Él ya había elegido su camino, pero Alexandra no lo sabía.

Alexandra se avalanzó corriendo al murete, sacando medio cuerpo del mismo, mientras gritaba. Con lágrimas en los ojos su mirada recorría en caída libre por donde había desaparecido Manuel, pero no veia nada, más que su ropa caer . Se puso en cuclillas, apoyándose en la pared mientras comenzaba un sollozo sincero, tierno y triste. El sollozo más triste que jamás Manuel podría oír. Y dos palabras sonaban, susurradas al viento "Te quiero". Entre lágrimas y negaciones con la cabeza el sollozo fue convirtiéndose en un lloro agresivo, que no dejaba de oprimirle para casi no permitirle respirar. Se puso a llover con fuerza, pero Alexandra no se movió, se quedó inmóvil hasta que notó que la lluvia la cubría completamente, devolviéndola a la realidad. Entonces se levantó, se giró y volvió a mirar a la calle esperando ver el cuerpo de Manuel, la gente, la ambulancia, el murmullo... pero no vio nada, nada más que ropa en el suelo. La ropa de Manuel desperdigada en la calle.

Se quedó paralizada, consternada sin entender nada. Miró hacia atrás, hacia el resto de la azotea y volvió a mirar a la calle. Sin pensarlo corrió hacia la puerta, escaleras abajo, movida por la necesidad de tocarlo, de verlo. Llegó a la calle empapada y exhausta, y comprobó lo que había visto desde arriba. No estaba Manuel. Solo había ropa, nada más. Paralizada y aterrada miró de nuevo hacia la azotea, pero esta vez desde la calle. Volvió a mirar a la calle, repetidamente, hasta que se arrancó bajo la lluvia a recoger la ropa de Manuel. "No pueden ser imaginaciones mías, no puede ser, esta es su ropa" Se repetía a si misma una y otra vez. Dejó de llover de repente, volvió a mirar a la azotea con cara totalmente de asombro.

Pálida y empapada, con un montón de ropa en las manos, daba la imagen de una vagabunda que no tiene ningún sitio para dormir, asombrando a los pocos transeúntes que paseaban bajo los paraguas abiertos, pese a que había dejado de llover. Mientras, un halcón peregrino revoloteaba desde el cielo, en círculos, observando atentamente a Alexandra, sin perderla de vista. Y la seguiría a todas partes. Ella aún no lo sabía, pero ese halcón le debía la vida.

lunes, 23 de enero de 2012

El nómada (Introducción - I)

El mundo se cernía bajo sus pies, caótico y libre como siempre, guardado por seres invisibles que hacían a la vez de Ángeles y demonios. Sus pensamientos se amarraban fácilmente a cualquier suceso que caía en su campo de visión, una mujer paseando, un hombre corriendo hacía la parada del autobús... cualquier cosa que pasara delante de su mirada, eterna vigilante, era suficiente para prestarle un minuto de atención. Un minuto eterno en el cual era capaz de ver mucho mas allá de su vida, podía ver toda la vida de ese ser, de ese suceso y sus próximos acontecimientos... justo en el momento en el que todo perecía dejaba que su mente volara hacia otra vida. Así era la maldición de Toni, maldición que le había llevado a ser un nómada.


El banco estaba un poco húmedo a causa del rocío de la noche pasada, y esa mañana se levantaba brevemente el sol para desaparecer entre miles de nubes cargadas de un sentido del humor negro para los habitantes de la pequeña localidad costera. Llovería enfurecidamente, lo que provocaría que los pescadores no saldrían a faenar posiblemente en toda la semana, excepto los mas aguerridos, los únicos valientes que antaño hubieran perdido a parientes en el estallido del mar con las rocas, como si quisieran reunirse con ellos. Toni miraba las nubes con desconfianza, con la amargura de saber que tendría que volver a pasar el día encerrado en su casa, de cuatro paredes totalmente descubiertas de todo tipo de adornos, lo que el definía como 'para entrar a vivir' aunque carecía de cualquier mueble o adorno más allá de una cama, una mesa y una silla. No tenía visitas, no quería visitas. Se había mudado hacía poco tiempo, como buen nómada no mantenía vínculos en las ciudades que antes había visitado y no pensaba realizarlos en esta tampoco. Nunca sabía cuanto tiempo se quedaría, pero antes o después sabía que debería marchar.

Se sentó en el banco, a esperar que empezara la tormenta, mientras tanto tallaba figuras de osos con una navaja y un trozo de madera, era una de las actividades que le permitían sacarse algo de dinero para sus necesidades diarias. Siempre fijando la vista sin apartarla ni un momento, para poder tener calidez y paz que tanto necesitaba. Comenzó a llover, tras un estallido sordo el cielo saldó la deuda con el mar y comenzó una lluvia furiosa. Toni se levantó lentamente y empezó a andar hacia casa. Esos días eran los peores, sus demonios le insistían y le acuciaban a tomar una posición en la guerra que se cernía lentamente sobre el mundo, obligándole a dejar de huir. Sus pensamientos se volvieron rancios, oscuros y agrios para con el mundo, aunque duró un segundo fue suficiente para recordarle que tenía que tomar un camino, y que no sería fácil. Mientras luchaba por mantener su serenidad y volver a un estado de tranquilidad, se colocó la capucha y avanzó hasta el portal de la casa que había conseguido alquilar a una mujer ya mayor de la zona. Entró con cierta parsimonia, cada paso que daba emitía el ruido de zapatillas mojadas, mientras se adentraba en el comedor de la casa. Había guardado en una habitación todos los muebles de la casa, y había tapado todos los espejos con una manta, en algún momento de ese mes la casera vendría para asegurarse de que todo estaba correcto y de paso marujear un poquito con el recién llegado. Toni sabía que ese era uno de los momentos donde más sufría, pero había decidido preocuparse de las cosas cuando eran inevitables, llevando su vida a resolver las cosas en el último minuto. Para eso tenía un don.

Inmovil delante de uno de los espejos tapados, en el recibidor, donde dejaba habitualmente las llaves, se encontraba atraido como otras veces. Sabía que no podía mirar, eran una puerta a si mismo, y una puerta a mundos que no quería conocer ni recorrer, que le perseguían allí donde iba. De repente desapareció todo de su vista, sus pupilas se dilataron, su cuerpo dejó de sentir y se desvaneció golpeando en el suelo de madera. Pero él no estaba allí, el estaba viendo su casa en otro momento, veía la puerta que se abría y entraban dos hombres y una mujer, silenciosos cerraban la puerta y recorrían la casa divididos. La mujer subía al piso de arriba, por las escaleras, de forma sigilosa buscaba en cada una de las habitaciones, y finalmente daba con él. Se encontraba tumbado en la cama, inerte, vestido. A partir de ahí todo era luz. Un estallido de luz.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

En el parque.

La luz del sol a media mañana presagiaba un día con cierto olor a Primavera, uno de esos días donde el sol calienta ligeramente mientras la helor del aire se deposita en la ropa. Y aunque eran las nueve en punto, con el frescor de la mañana todavía presente y una humedad muy alta en el ambiente, podía saber que ese iba a ser un buen día. Ataviada con su rompa de hacer footing , Elena había salido como cada sábado a ejercitarse un poco, como decía ella ‘mover un poco el esqueleto’, cosa que graciosamente le recordaba a Alaska y Dinarama, un grupo de música de su infancia. Pese a ser treintañera, y ya con muchos años fuera de casa de sus padres, todavía llamaba a su madre para decirle donde iba a estar en cada momento, y la conversación de hoy había sido como la de todos los sábados. En definitiva Elena no pensaba que pudiera haber nada diferente en aquel sábado de otros tantos. 

Tal vez eso no fuera así.

Con la música en su Ipod mantenía el ritmo de la carrera constante, una música que no le gustaba demasiado pero que le hacía correr mecánicamente. El parque que lindaba con las vías de tren de la ciudad era perfecto para correr, por su extensión y por la agradable vegetación, con un pequeño lago incluido. Una  hora más tarde, cuándo estuviera estirando los músculos, podría ver tranquilamente los padres y madres con los niños yendo en bicicleta, jugando al balón o simplemente paseando, era bastante agradable ver aquellas escenas, y hasta relajante. Corria manteniendo la respiración con un ritmo constante, totalmente absorta del exterior, combinando pasos certeros sobre la tierra, que estaba un poco humedecida por las recientes lluvias de días atrás y que le obligaba a dar algunos saltos evitando el barro que se formaba en las imperfecciones del camino. De repente tuvo la sensación de que no iba sola, de hecho era cierto, no iba sola. Miró por el rabillo del ojo y pudo ver a un chico que iba un poquito más rápido que ella acercándose y poniéndose al mismo nivel.  Sin querer fijarse en él, al menos de forma descarada por su parte, pudo observar que tenía más o menos su misma edad, de tez ligeramente morena, ojos verdes y el pelo corto, no mucho más alto que ella. Eso sí, bien vestido, totalmente ataviado como si hubiera salido de la primera tienda de deportes y a la última moda. Se fijó un poco más y observo que a su nuevo acompañante se le notaba realmente angustiado para poder adelantarla. En ese momento, con la cara de extrañada que Elena mostraba en su cara, el chico se puso a correr hacia atrás, cosa que hizo que Elena bajara un poco el ritmo, únicamente por desconcentración.  Acto seguido, el inesperado acompañante  aceleró un poco mientras sacaba un papel y lo mostraba con las dos manos :”Como”  era la palabra que éste lucia. A continuación lo guardó mientras sacaba otro papel  que rezaba “Te” . Elena se sentía confundida, no había nada que le molestara más que los moscones impertinentes, y este tipo parecía que no estaba muy centrado en correr precisamente, frunció el ceño mientras el desconocido sacaba un tercer cartel : “Llamas?” . Elena había ido bajando el ritmo hasta hacer de una carrera una simple caminata rápida. Le salió una sonrisa sola, sin pensarlo dos veces se paró y se quitó los cascos de Ipod. El chico, con cara de triunfador y conquistador sagaz, como aquel que sabe la respuesta que nadie más sabe de  un acertijo, paró y  se puso de cuclillas.
-       - Uff.. – resoplaba mientras intentaba levantarse y mantenía flexionadas las rodillas apoyando sus brazos sobre ellas – ¿sabes? Corres muy rápido, he tenido que entrenar para poder pillarte.
Elena permanecía inmóvil, quieta, pero con una sonrisa de duende, de  niña que va a hacer alguna maldad, en ese momento se acercó al chico, que prácticamente no podía mantener la respiración controlada, y le susurro al oído :”Si me pillas te daré mi teléfono, y si te doy mi teléfono me tendrás que invitar a un café. Además , llevas una ropa muy mona, no estaría mal que la usaras un poco.”
En ese momento Elena empezó a correr mientras se colocaba de nuevo los cascos, alejándose rápidamente del lugar.

-           -¡EH! ¿Y no quieres saber cómo me llamo yo? – gritó el desconocido mientras se alejaba, pero prácticamente no le oyó.

José, que es el nombre del inesperado acompañante, se sentó en el suelo, guardó los papeles y empezó a pensar. Eso de correr no era lo suyo, pero de repente tenía un plan.
Al sábado siguiente Elena se vistió como siempre, llamó a su madre y se colocó su Ipod. Bajó por la calle hasta el parque, estiró un poco los músculos antes de empezar a correr y saboreó ese momento como hacía todas las semanas. El sol brillaba alegremente y volvería  a calentar el día más tarde, trayendo de nuevo a las familias al parque a disfrutar del fin de semana. Comenzó a correr y se quedó pensando si vería a aquél chico otra vez, no se había fijado si era guapo, pero le había hecho gracia lo original que había sido.“Posiblemente –pensó-- no lo veré más, un poquito dura si que fui”. 

Empezó a concentrarse en coger ritmo cuando de repente apareció una bicicleta a su lado con José montado en ella, y un palo de escoba con  unos cuantos papeles, que al viento no mostraban adecuadamente la frase que escondían “Bueno, y ahora ¿Qué?”.Elena  seguía corriendo con una sonrisa de oreja a oreja mientras José la miraba sin mediar palabra, pero con una cara de satisfacción sublime, como quien se pavonea con la mirada de haber conseguido algo imposible para el resto de los mortales. De repente Elena se paró y abrió la boca para emitir un leve sonido y hacer un par de  movimientos con los brazos. José desapareció literalmente soltando un ligero pero angustiado grito que Elena no escucho gracias al Ipod, y acabando dentro del pequeño lago que tenía el parque,  con su bicicleta en el fondo del mismo y generando una expectación grandiosa en los pocos transeúntes que habían en el parque en ese momento, que se debatían entre la risa fácil y la ayuda rápida.

-           - ¡Sí, te doy mi número y te pago el café! –  Elena gritaba  al no darse cuenta que llevaba el Ipod  mientras bajaba a ayudarle.
-          - ¡Joder! Al menos ha funcionado! – exclamó José, con una cara de felicidad hacía olvidar que estaba empapado totalmente y con necesidad de recuperar una bicicleta de la que solo se sabía que no flotaba.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Hoy es el día.


Cuando se dio cuenta ya estaba más allá de los límites que se había marcado. Dejó su cigarro en el cenicero y se puso más cómodo, echándose todo lo que pudo hacia atrás en su sillón flexible. Miraba la llama de la lámpara de aceite, brillando de manera sugerente, incitándole a seguir inmóvil un poquito más. Le propinó otra calada con gratitud a su cigarro, dejando que se consumiera con el sonido de chasquidos sordos que tanto le gustaba oir. Se sentía como en la película de Sin City, solo que él no tenía a la chica.

Se levantó y se puso el chaleco y el gorro. Le gustaba tener los brazos libres, nunca sabía uno que es lo que puede pasar. Buscó los guantes entre la ropa que tenía en la cama y los cogió a desgana, sentándose sobre las mantas apiladas. No pondría nunca más leña en esa chimenea, ni siquiera había llegado a encenderla. Sabía que eran sus últimos momentos aunque le gustaba pensar que se quedaría a vivir siempre allí.

La escopeta de caza que tenía desde que su padre se la regaló a los dieciséis años mantenía intacta las funciones para las que se había creado, con una muesca por cada una de las piezas cobradas (una costumbre adquirida de su padre) aun mostraba ese brillo que tanto le gustaba observar. La cogió y la revisó, cargada con dos cartuchos perfectamente colocados. La volvió a dejar en el suelo para enfundarse una tira de cartuchos en la cintura y otra tira desde el hombro, como si fuera una banda. "Joder si parezco el puto Rambo", ese pensamiento le produjo una leve sonrisa que se apagó de inmediato cuando oyó  golpes en la ventana, pese estar totalmente tapiada de arriba a abajo.

Se habían acabado las provisiones hacía horas, y quedaban un par de cigarros. Solamente un par de latas de cerveza y algo de pan duro. Pero no tenía ninguna posibilidad, hacía ya tres meses que las tierras donde nació se habían cubierto de oscuridad, como pasaba todos los años. 6 meses de sol y 6 de oscuridad en la tierra de Santa Claus. Tierra hostil ahora mismo.

Los ruidos se volvían sordos, eran pisadas en la nieve alrededor de la cabaña. Permaneció inmóvil en ese momento, poco a poco los ruidos se fueron haciendo más frecuentes, convirtiéndose en golpes en la pared. Sacó un cigarro quitándose el guante de su mano derecha, "Mierda de guantes, joder" se acercó a la lámpara de aceite para encenderlo. Disfrutaría de ese último cigarro sin prisa.

De repente escuchó pisadas en el techo. "Joder, hijos de puta, no me dejáis ni mi último puto cigarro". Levanto la vista y con ella la escopeta al techo y sin apuntar disparó dos veces consecutivas. Silencio. Empezó a contar mentalmente. Uno, dos, tres....hasta cien. Justo en ese momento la pared de su espalda, donde estaba el armario que contuvo en su día utensilios de auxilio, empezó quebrarse. La madera empezaba a ceder a cada golpe, un golpe sordo cada veinte segundos. Cargó la escopeta de nuevo y se encaró hacia la pared, disparo dos cartuchos, y volvió a cargarla y volvió a disparar dos más...así hasta en ocho ocasiones, sin embargo y debido a la oscuridad los agujeros no mostraban ninguna luz en el exterior. El cigarro se consumía lentamente mientras los acontecimientos se precipitaban de manera descontrolada.

Corrió hacia la ventana que estaba en la pared, tapiada con unas persianas de madera había sido lo suficientemente hábil para dejar una mirilla por el que encañonar adecuadamente. Levanto lentamente la mirilla. Respiró hondo, pegado contra la pared como si fuera un miembro de las fuerzas especiales. Comenzó a sudar y su respiración se hizo entrecortada. Levantó la mirada al techo, su melena grasienta ahora le colgaba por los hombros y las manos le pesaban excesivamente. En un gesto rápido giró la cabeza y miró fugazmente al exterior. Nada. Oscuridad absoluta. "Mierda, puta mierda". Y silencio, mucho silencio. Solo silencio. Estaba inmóvil, con la escopeta cogida con las dos manos, pegado a la pared, mirando al frente y sudando. Le sudaba todo el cuerpo. El cigarro se había consumido y la colilla estaba en el suelo todavía incandescente.
En ese momento se oyó un crujido, y de repente una mano negra apareció detrás de su axila izquierda, que sujetaba el cañón. Sin poder reaccionar, inmóvil y paralizado por la sorpresa oyó otro crujido seguido de tres, cuatro. Aparecían manos por todas partes. Para cuando quiso reaccionar estaba totalmente inmóvil en la pared, sujeto por decenas de manos mientras gritaba despavoridamente.

Eran las siete de la mañana, se despertó como hacía años lo hacía. Puntual, a las siete. Ya no quedaban provisiones en la cabaña que había sido de su familia desde que su abuelo comprara las tierras. Allí solía pasar tiempo con su padre cazando. Solo le quedaban un par de latas de cerveza y algunos cigarros.

Sabía que hoy era el día y sabía lo que iba a pasar.